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Del producto al cliente: el cambio que necesitan nuestros emprendedores

escrito por Ana María Herrarte
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La imagen muestra a una mujer con cabello rubio, corto y liso, usando gafas y un vestido oscuro. Tiene un fondo de color liso, probablemente blanco o gris claro, y muestra una expresión serena con una ligera sonrisa.

En los últimos años he observado una y otra vez un patrón preocupante entre los emprendedores: muchos se lanzan a producir con entusiasmo, pero sin detenerse a preguntarse lo esencial: ¿quién comprará mi producto y por qué? Este enfoque centrado en el producto y no en el cliente explica en gran medida por qué tantas iniciativas desaparecen o crecen muy poco, incluso cuando el mercado parece ofrecer oportunidades.

La situación se ve reforzada por la manera en que capacitamos a nuestros emprendedores. La mayoría de programas suelen concentrarse en enseñar cómo producir mejor, contabilidad básica, trámites legales y, últimamente, también herramientas de marketing digital. Todo esto, sin ninguna duda, es necesario. Pero lo triste, para mí, es que muy poco se dedica a enseñar cómo identificar la demanda real, cómo definir quién es nuestro cliente, dónde está, cuál es su problema —o su “dolor”, como dicen los mercadólogos modernos—, cuánto estaría dispuesto a pagar y por qué habría de elegir su producto frente a tantas otras opciones. Es en ese vacío donde muchas ideas prometedoras se pierden antes de despegar.

Recientemente, me encontré con un libro que me encantó, porque plantea una coincidencia muy clara con mi inquietud: Starting a Startup: Build Something People Want (“Empezar una startup: crea algo que la gente quiera”), de James Sinclair. Su mensaje central es simple, pero profundo: la mayoría de los emprendimientos fracasan porque construyen cosas que nadie quiere. Sinclair enfatiza que la clave no es la creatividad del producto, ni la habilidad técnica, ni siquiera el capital inicial, sino la capacidad del emprendedor para validar la demanda y entender a sus clientes desde el primer día. El error no está en la falta de esfuerzo ni de talento, sino en no validar antes si existe un cliente real, con un problema específico, dispuesto a pagar por la solución que se le ofrece.

Sinclair insiste en que el camino correcto no comienza en la fábrica, ni en la cocina, ni en el taller, sino en la calle, conversando con los potenciales clientes. Plantea que antes de invertir tiempo y dinero en producción, es indispensable confirmar que se está resolviendo un problema genuino. Y va más allá: afirma que incluso un buen producto sin un camino claro hacia el cliente —sin una estrategia de distribución y ventas— está condenado al fracaso. Y debo agregar que, precisamente, este es el rol del mercadeo dentro de la empresa.

El autor propone un enfoque muy práctico, basado en ciclos de aprendizaje: primero se identifica un problema real del cliente; luego se desarrolla lo que considero un concepto moderno y fascinante: un Producto Mínimo Viable (MVP), que consiste en la versión más simple de un producto o servicio que permite al emprendedor probar si realmente resuelve un problema para los clientes, con el menor esfuerzo y costo posible. En otras palabras, no es el producto terminado ni perfecto, sino una versión inicial, básica, pero funcional, que sirve para observar cómo reaccionan los clientes y qué tan interesados están en pagar por ello. Este MVP se prueba con usuarios reales, se recopila feedback y se mejora. Este ciclo construir–medir–aprender permite ahorrar tiempo y recursos, y evita invertir en características que el mercado no necesita.

Otro marco poderoso que Sinclair destaca, y que se está volviendo muy usado, es el de “Customer persona”, que ayuda a definir al cliente ideal de manera concreta: sus características demográficas, motivaciones, frustraciones y comportamientos de compra. Tener claridad sobre quién es el cliente permite que la producción, el diseño y la comunicación se alineen con sus expectativas y necesidades, evitando desperdiciar recursos en ideas que no encontrarán mercado. Sin este ejercicio, el riesgo es diseñar para un cliente que no existe en la realidad.

Me gustaría pensar que las diferentes instituciones que se dedican a apoyar a los emprendedores en el país pudieran adoptar este enfoque y cambiar radicalmente la forma de pensar sobre la formación emprendedora. Más que multiplicar cursos de producción, necesitamos multiplicar aprendizajes sobre cómo validar la demanda, cómo diseñar un producto mínimo viable, cómo medir si el mercado realmente responderá y cómo encontrar los canales adecuados para llegar a los clientes.

Después de leer este libro estoy más motivada para seguir insistiendo en que el éxito de un emprendimiento no depende de “crear algo que nos guste”, sino de producir lo que alguien quiere y puede comprar. Ese cambio de enfoque, del producto al cliente, puede ser la diferencia entre ver a nuestros emprendedores desaparecer o verlos crecer y consolidarse. Vale la pena intentarlo.

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